sábado, 10 de octubre de 2009

El Nobel de Obama: Sorprendente y útil

Sorprendente y ridículamente polémica, la concesión del Nobel de la Paz a Obama va a disparar las ventas de su libro: The Audacity of Hope, el último incorporado a mi exigua lista de lecturas en la columna izquierda de este blog y que más adelante recomendaré calurosamente como herramienta para conocer los ideales y el posicionamiento de un animal político de clase indiscutible.
Apunte previo: No deja de tener cierta ironía, que el inventor de la dinamita, Alfred Nobel, enriquecido por sus logros en la industria armamentística (sin olvidar sus usos pacíficos), y quizás perseguido por un complejo de culpabilidad, instaurase este premio. Curiosamente es el único que decide una comisión del Parlamento noruego en lugar de la Fundación Nobel y no se entrega en Estocolmo, sino en Oslo (caso aparte es el de Economía, que ni siquiera es un premio Nobel como tal, sino otorgado por el Banco Central sueco en honor del inventor e industrial, pero no reconocido por la familia Nobel).

Ridícula e innecesaria polémica como decíamos, espoleada por medios conservadores, y que no resiste el simple examen de la lista de “oportunos” laureados anteriores. Esta lista deja entrever una actitud más voluntarista y facilitadora (en línea con un concepto constructivista o incluso idealista de las relaciones internacionales) que la de reconocimiento tardío que muestra el resto de premios donde efectivamente se premia un impacto pasado, real, certificado por el irremisiblemente purificador paso del tiempo, en materia de ciencia básica. Nótese que en el caso del premio Nobel de la Paz, y por la naturaleza de esta “disciplina”, el paso del tiempo (uséase, el filtro de la Historia) no es necesariamente un catalizador de objetivismo o de consenso.

Por eso se premia a hombres políticos que inician procesos de relevancia antes de que éstos den frutos. En ocasiones, ni siquiera los dan: véase el caso de Arafat y Peres (1994), al-Sadat (1978) o Kissinger (1973), todos ellos resultaron ser exponentes del realismo político y personajes de dudosa reputación pacifista. En ocasiones también se premia a organizaciones o iniciativas en momentos de crisis de confianza o identidad, como puedan ser Annan y la ONU (2001) - con sus acusaciones de corrupción; Gore y el cambio climático (2007) - puesto en duda por la administración Bush; o ElBaradei y La Agencia Internacional de la Energía Atómica (2005) - durante sus investigaciones en Iran.

En ocasiones esta arriesgada actitud falla estrepitosamente, como en la mayoría de los ejemplos del párrafo anterior. Pero otras veces sirve de impulso, de catalizador, de muestra de apoyo a iniciativas que son consideradas justas y necesarias por este comité. Ésta es la grandeza, pero también la miseria, del Premio Nobel de la Paz: mientras que los demás cómodamente certifican y recompensan, el de la Paz influye, construye, modifica, e impulsa, con todos los riesgos que eso entraña.

Pero no nos equivoquemos, el Nobel por sí solo tiene un efecto práctico puramente testimonial: brinda un impulso político muy pasajero y es financieramente insignificante para la escala de los retos que pretende solventar (un millón de Euros, menos que el ático de Zaplana en la Castellana). Supone más una palmadita en la espalda que un espaldarazo al premiado.

Y casi todos reconocemos la superioridad ética de las acciones emprendidas por Obama para alentar el diálogo y cooperación, frente al realismo político y unitaleralismo de las últimas administraciones: Guantánamo, Ley de emisiones y lucha contra el cambio climático en general, posicionamiento en Irak, apertura al Islam moderado, conversaciones para el desarmen nuclear empezando por el torpe y extemporáneo escudo antimisiles del Este de Europa, el restablecimiento de relaciones con Rusia, Cuba, Iran. Incluso en aquellas iniciativas por ahora fallidas e infructuosas como Afganistán y el conflicto palestino-israelí, al menos se abre un sano debate.

Pero si el mundo occidental, los aliados, la vieja Europa (odio el término "vieja" pero, al menos demográficamente hablando, es un calificativo adecuado para nuestro continente) no complementan la palmadita que recibirá Obama en Oslo el próximo diciembre con un verdadero espaldarazo, con hechos, ofreciendo crítica e interesada, pero también positiva, verdadera colaboración a todos los niveles (públicamente, en despachos, y sobre el terreno), el aura se debilitará, el impulso se desvanecerá y otra gran oportunidad se perderá. Máxime a tenor de los palos que está recibiendo en su propia casa por asuntos tan triviales para nosotros como su nueva Ley de Sanidad Pública (táchese lo de “Pública”, puesto que esa característica ya no procede: se ha caído del proyecto de Ley a las primeras de cambio).

Obama es un verdadero líder, un político de raza, que empezó de la nada, sin apoyo financiero ni aparato político, y que con su dominio del discurso como único recurso propio, consiguió infundir esperanza y motivar a miles voluntarios y millones de votantes. En sólo cuatro años ha conseguido un milagro, cristalizar el sueño americano: pasar de un joven y modesto senador estatal a Presidente de la primera potencia mundial. Y todo empezó con este discurso en la convención demócrata de 2004:



Estos diez minutos me convencieron para aportar mi granito de arena a su campaña. Y en el vídeo se ve claro: Obama tiene efectivamente la audacia de la esperanza.

Ayudémosle a mantenerla. Porque la esperanza, el posibilismo de los líderes es patrimonio de todos, mientras se contagie y mientras dure.

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