martes, 22 de diciembre de 2009

¡Atrapados en la isla!

Parece el título de una película de acción, pero es en realidad la sensación que se respira en Londres estos días. Una rara conjunción de factores (al parecer provocados por una única causa) hacen realmente difícil abandonar el Reino Unido en estas fechas tan señaladas.

1) Eurostar, el tren de pasajeros bajo el Canal de la Mancha ha sufrido unas misteriosas averías desde el viernes por la noche hasta hoy. Se calcula que hay 88.000 afectados (el Eurostar transporta a unas 20.000 personas por sentido y día), y es el medio de transporte preferido de los cientos de miles Franceses que trabajan en la City y vuelven a casa por Navidad.

2) La manida huelga de British Airways y las nevadas en todas las capitales europeas han cancelado muchos vuelos saliendo de Londres. En los que quedan no cabe ni un alfiler.

3) El temporal en el Canal de la Mancha dificulta el tráfico de los ferrys con los que se solía cruzar el estrecho. La nieve no facilita el transporte por carretera. La opción bus o alquiler de coche queda descartada.

El resultado es que varias decenas de miles de personas están atrapadas en la isla sin posibilidad de escapar. Arnaud, mi compañero de piso, debía haber viajado en el Eurostar a París el sábado por la mañana. Estamos a martes y sigue aquí. Sin posibilidad de tomar el Eurostar, intentó ayer el autobús, que no llegó jamas a la estación (3 horas de espera bajo la nieve y con un maletón de cuidado). Finalmente Ryanair ha fletado un par de aviones extras que en principio saldrán hacia Paris-Bauvais el miércoles 23. Veremos cuándo llega a su casa. Ya lleva 4 días y sólo son 150 km.

Corre el rumor por la City de que esto es un sabotaje de elementos anti-sistema del Gobierno británico para encerrar en la isla a todos los banqueros que quieren escapar al continente para cobrar allí sus bonus. Al parecer desde el anuncio de una subida de impuestos sobre este concepto retributivo ha provocado una estampida sin precedentes de los pobres e injustamente afectados empleados de banca (de inversión).

La situación se anunciaba realmente crítica. Testigos presenciales afirman que algunos, en su huida, incluso abandonaron sus Porsche y Aston Martin en plena intemperie en el frío clima londinense de estos días. El sector está tan desesperado que incluso se baraja la posibilidad de cambiar la City por la Villa y Corte.

Por el momento, estos convenientes incidentes metereo-infraestructurológicos están conteniendo temporalmente está sangría para las arcas del Exchequer (Hacienda); reteniendo en suelo británico parte de esa ingente masa salarial... al menos hasta que termine el año fiscal

Seguiremos informando/procrastinando desde Londres.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Sempiterna procrastinación

Hay cosas que no cambian.

La entrada de aquí abajo sobre el fiasco de la cumbre de Copenhague me ronda la cabeza desde antes de su comienzo (hace casi tres semanas). Y me decido a escribirlo justo ahora: el fin de semana en que se supone estoy estudiando para obtener mi certificación de la Financial Services Authority (me examino el martes por la tarde y me he jugado una botella de vino con Arnaud a que la apruebo).

Esto se llama procrastinación, es una de las pocas disciplinas en la que sobresalgo al resto de los mortales, y para abundar en el asunto: ya lo habíamos comentado en este blog hace algo más de un año.

sábado, 19 de diciembre de 2009

67 hombres y un planeta (o la crónica de una muerte anunciada)

Uso el término hombres aquí en la primera acepción del diccionario de la Real Academia, la que lo define como ser animado racional independientemente de su sexo. Y sin embargo estos 67 hombres son mayoritariamente hombres (en la segunda acepción de la RAE, varones). También son blancos, de mediana edad (es decir, bastante mayores) y de un extracto social poco representativo de sus respectivas circunscripciones.

Estos 67 tíos son senadores estadounidenses. Y se corresponden con la mayoría de dos tercios que hace falta en la cámara alta de aquel maravilloso país para ciertas acciones de suma importancia, en las que los derechos de las minorías deben ser preservados. Si no me equivoco, los únicos (?) dos procedimientos en los que esta mayoría de dos tercios es requerida son el impeachment o impugnación del Presidente (moción de censura vinculante); y la ratificación de tratados internacionales, necesaria para su entrada en vigor.

En ese aislacionismo del que están tan impregnados los americanos (y su clase dirigente, que demasiado a menudo ni siquiera tiene solicitado el pasaporte en el momento de tomar posesión de la cartera) se dificulta la adopción de medidas que afecten al comportamiento de los Estados Unidos y que les pueda hacer responsables frente a instituciones internacionales que escapen a su control absoluto. Este sentimiento que empieza por un no-intervencionismo a la suiza, termina con la percepción de que los ciudadanos americanos están por encima de cualquier otro colectivo y que por tanto no tienen por qué responder ante nadie que no sean los propios Estados Unidos.
Por eso, es políticamente inviable que el Senado de los USA acepte un tratado como el protocolo de Kioto. Por eso, Obama, que ostenta ya el premio Nobel de la Paz de este año, pero que aun se lo tiene que ganar en los tres que le quedan de legislatura (y consolidarlo en la siguiente), ni se plantea asumir el riesgo político de presentar ese tratado a su Senado.

Por eso, el Protocolo de Kioto ha muerto oficialmente, habiendo recibido el descabello en Copenhague de las manos de USA y su aliado en esta batalla: China. Se trata de un asesinato. El asesinato a sangre fría, sin nocturnidad pero con alevosía, de uno de los mayores compromisos colectivos alcanzados en los últimos años, a escala planetaria (véase en el mapa en verde el número de países que lo ratificaron en uno u otro momento). Quizás porque el problema que pretende resolver, o al menos controlar, también es de escala planetaria.
Kioto es el primer gran esfuerzo de reducción de emisiones que es legalmente vinculante para sus firmantes. Cierto es que afecta esencialmente a los países desarrollados (culpables de la mayoría de emisiones hasta la fecha), y que se recogen en el famoso Anexo B del texto del tratado. Estos países aceptan límites a (generalmente asociados a una reducción de) sus emisiones a corto plazo; límites que pueden ser (y serán) sobrepasados a cambio de que el país promueva reducciones en otros lugares. Esto representa una transferencia de dinero y/o tecnología a otras zonas del planeta y asegura, en principio, que el volumen global de emisiones se mantiene en los objetivos propuestos.

Cada país tiene total libertad en la manera de lograr la reducción de emisiones. El mecanismo que mejor ha funcionado hasta ahora, con todas sus fallas, es el Esquema Europeo de Comercio de Emisiones; pero no tiene por qué ser la única solución. Aquellos con límites de emisiones vinculantes (Anexo B again) pueden sufrir sanciones que no están bien definidas, pero que generalmente se corresponden más bien con límites más estrictos en los periodos subsiguientes.

Estados Unidos tiene alergia aguda a la sola posibilidad de verse imponer sanciones por terceras partes: no quiere responder ante nadie (i.e. ONU, Tribunal Penal Internacional, Protocolo de Kioto, o lo que sea). China, que recientemente ha desplazado a USA como el mayor emisor mundial de CO2, utiliza la negativa americana como excusa para no entrar en el juego. Juntos son responsables del 40% de las emisiones.

Juntos han conseguido que la complicada estructura legal que se alcanzo en Kioto, magnífico (y único) ejemplo de cómo se puede poner de acuerdo a casi 200 naciones para resolver un problema global, quede en agua de borrajas: al no prolongarse el esquema de Kioto, el peso de las sanciones ya es inexistente y los países abandonarán sus esfuerzos o los reducirán.

Juntos han dado una enorme bofetada a la Unión Europea, verdadero artífice de Kioto y que generosamente ha aplicado el protocolo con todas sus consecuencias (al margen de que los mecanismos escogidos regionalmente no sean perfectos).

Juntos han terminado con una de las iniciativas más ambiciosas para resolver un problema global de forma multilateral. Sus intereses individuales a corto plazo han matado la posibilidad de resolver este problema de forma coordinada y eficiente. Habrá que seguir hablando, desperdiciando un tiempo valiosísimo y arriesgándonos a que la conjunción planetaria que se ha dado con Kioto no se vuelva a repetir.

Examinemos un pequeño dato para relativizar los costes de esta parafernalia: Dice The Economist que el coste de parar el cambio climático (reduciendo las emisiones de forma eficiente y según el patrón del IPCC) se elevaría aproximadamente el 1% del PIB mundial. Dice también esa publicación de talante marcadamente liberal (en su acepción Europea) que salvar a los Bancos de ahogarse en el pozo en el que ellos mismos decidieron darse un chapuzón, ha costado por el momento un 5% del PIB mundial.

Así las cosas, recordemos esa frase que se atribuye a Saint-Exupéry y que reza algo así como "No heredamos la Tierra de nuestros padres, la tomamos prestada de nuestros hijos". Pues bien, nuestros 67 amiguitos de Washington no comparten esta idea: la Tierra se les ha dado a ellos en usufructo, y piensan hacer todo lo que puedan para disfrutar en ella lo que les queda de vida - un par de décadas a lo sumo, vista la media de edad de los senadores; lo cual hace aun más atractivas a sus ojos y bolsillos las prebendas de los lobbies industriales y bancarios y la posibilidad de jubilarse en el Senado. A través de ellos, USA vuelve a faltar a su cita con la Historia.

Antoine, el que venga detrás que arree.

domingo, 13 de diciembre de 2009

14 cajas y muchas puertas

Hoy hace exactamente cinco meses y medio que llegué a Londres, y prácticamente cinco meses que entré a vivir en el flat del 16 de Lloyd Square. Eso ya empieza a ser tiempo.

Y sin embargo, por diferentes motivos, me siento todavía un extraño aquí en Londres: pocos, muy pocos fines de semana pasados aquí, prácticamente nada de turismo en la ciudad, cierta dificultad en construir una red de amigos, la trampa de una casa casi totalmente amueblada, horas de trabajo excesivamente largas y algunas otras razones identificadas o sin identificar.

Pero el miércoles pasado se dio un paso importante para solventar esta situación: me llegó el envío de mis cosas desde mi piso de Madrid. Ya tengo música, pelis, libros, y los soportes para disfrutar de ellos. Incluso algunos cuadros y un sillón al que le tengo cierto cariño (esto suena muy abuelo, lo sé).

Un pequeño bienestar material y un considerable confort afectivo para hacer de Londres un poco más mi casa. 14 bultos que han viajado en camión desde Madrid hasta Londres cruzando el que otrora fuera mi país (aun me suena raro usar pronombres posesivos con este tipo de conceptos intangibles, sobretodo porque después de tanto tumbo no me siento propietario de nada a parte de algunas de las cosas que hay en estas 14 cajas. ¿Será este un sentimiento nómada?).


Ciertamente nunca ha sido tan fácil: estamos en un mundo globalizado, donde los muebles en tu casa son los mismos en cualquier rincón del planeta (mismos modelos de IKEA: quién no ha montado al menos una vez una estantería Billy?); donde encontramos nuestros periódicos predilectos en versión papel casi sin retraso; donde la música que escuchamos en el metro o corriendo nos cabe dentro del puño de la mano y ha viajado por todos los continentes (mi iPod tiene ya cuatro años y ha conocido los sistemas de transporte de cuatro capitales); donde las marcas de ropa que frecuentamos son las mismas pese a que su enorme diferencia de precios de un lugar a otro cambia su percepción social; donde gracias a (o por culpa de) Telefónica y sus planes de llamadas internacionales podemos hablar con familia y amigos todos los días; donde Easyjet nos puede dejar en casa por menos de 100 €.

Pero justamente por esto estamos más lejos que nunca. Más lejos que nunca de nosotros mismos y de nuestro entorno real. La integración con el entorno no solo ya no es necesaria sino también imposible, o cuando menos improbable.

Cuanto más cerca, más lejos. Cuanto más nómadas, más dependientes. Sí. No necesitar muebles diferentes, o tele, o libros, o ropa distinta, porque podemos tener la de siempre, es precisamente una forma de necesidad. La necesidad de no enfrentarse a lo nuevo, la de dejar todas las puertas abiertas. Viajar todos los fines de semana, trabajar muchas horas y hablar o chatear con los seres queridos todos los días no solamente puede llegar a devaluar esas relaciones constriñéndolas a un marco irreal, sino que también puede impedir el desarrollo del nuevo yo en el recién estrenado ecosistema.

Aunque a veces nos parece lo más lógico, lo más seguro, ir abriendo puertas constantemente sin cerrar o entornar otras, es un ejercicio agotador y peligroso. Las corrientes de aire que se crean son complicadas e impredecibles, y para evitar portazos que puedan dañar las propias puertas e incluso las paredes, hay que sujetar las puertas. Pero hacer malabarismos para mantener todas esas puertas abiertas de par en par, no solo dificulta la apertura de nuevas puertas sino que presenta el riesgo de pillarse bien los dedos...

martes, 8 de diciembre de 2009

Mi derecho a no leer

Breve, corta, escasa, reducida, apocada, tímida.

Más bien exigua. Realmente insignificante. Prácticamente despreciable.

Ridícula, raquítica, anoréxica.

Sólo seis en casi 18 meses. Uno al trimestre.

Me refiero a mi lista de lecturas desde que empecé este blog. Aunque alguna me debo haber olvidado, he intentado poner todos los libros que me iba leyendo en uno de los recuadros de la columna de la derecha. Excepto en periodo de vacaciones, normalmente leía sólo papers, libros o prensa por razones académicas, vicio o pura curiosidad. Ahora, trabajando, vuelvo a tener un poco más de mi tiempo, o al menos sufro una rutina más definida, incluyendo dos trayectos diarios de metro de 12 minutos.

Sin embargo, esto no es excusa. Quien no lee es porque no quiere. Porque no lo quiere lo suficiente: porque no roba tiempo al tiempo, a otras actividades que, por superfluas e intelectualmente vacías que sean, terminan siendo prioritarias y acaparando los recursos, flexibles pero finitos, de que disponemos. Es nuestra propia elección de tareas y escapadas rutinarias o extraordinarias. Y es perfectamente legítimo.

He tenido que leer un libro sobre la propia lectura ("Comme un roman", de Daniel Pennac, 1992), para asumirlo. Y para hacer propósito de enmienda.

En este simpático ensayo, lleno de buenos sentimientos, agradable de leer, reconfortante y que nos reconcilia con la etapa de nuestra infancia en la que devoramos libros, y nos llena de buenos propósitos (y para muestra, yo mismo y mi mecanismo), Pennac, profesor de instituto, explica el finalmente no tan arduo trabajo de inculcar (más bien despertar de su letargo) el gusto por la lectura a sus adolescentes.

El libro termina con un decálogo de derechos imprescriptibles del lector, que detallo seguidamente en traducción libre:
  1. El derecho a no leer
  2. a saltarse páginas
  3. a no terminar un libro
  4. a releer
  5. a leer cualquier cosa
  6. al Bovarysmo (enfermedad de transmisión textual)
  7. a leer en cualquier sitio
  8. a "picotear"
  9. a leer en voz alta
  10. a callarnos
Y termino esta entrada con las lecturas (empezadas, por empezar o de cabecera) que acumulan polvo encima de mi mesita de noche desde hace meses mientras esperan mi atención. Y que pese a mi euforia actual, quizás continúen haciéndolo:
  1. "1984", Georges Orwell, (1949, en español)
  2. "The Arab-Israeli Conflict", Kristen E. Shultze (1999)
  3. "Travels with Charley in search for America", John Steinbeck (1962)
  4. "Chansons pour elle et autres poèmes érotiques" Paul Verlaine (1889)
  5. "London City Guide", Lonely Planet (2008)
  6. "Shake hands with the devil", Roméo Dallaire (2003)
  7. "Persepolis", Marjane Satrapi (2000-2003, en inglés)