Una de las cosas más positivas de mi trabajo es que me permite ir a París regularmente. No se trata del hecho de viajar en sí, que puede ser interesante un tiempo pero que intuyo terminará cansándome. Se trata de mantener mínimamente la conexión especial que llegué a crear con París en los años en que viví allí (y por supuesto disfrutar de mi hermano
Jaume de vez en cuando).
Cuando llego a París y es un día soleado, como este mismo viernes, lo primero que noto es que al aire es distinto. Diría que sus propiedades físicas (humedad, densidad, temperatura, etcétera) son particulares, haciendo que en la piel se sienta distinto de cualquier otro lugar, que en el pecho se note un tenue placer que invita a respirar más hondo.
Tratando se ser menos abstracto, parece que huele diferente (y no me refiero al agua que usan para limpiar las calles, ni a las mierdas de perro que cada vez menos pueblas sus aceras, ni siquiera a que pase cerca uno de esos raros franceses que verifica el estereotipo de la ducha poco frecuente). Incluso la luz cambia: ese sol fresco, pequeño, con un perfil casi nítido enmarcado en un cielo de un azul subido, y que hace casi amarillas las fachadas sucias de
pierre de taille, luce con brillo casi mate, que acaricia suavemente la piel y anula la bofetada del frío o el viento.
Ir a París es bueno para mi humor. Repetir hábitos de mi época allí me desata vibraciones positivas. Por los lugares y por la gente que quise y todavía quiero. Tanto, que repito religiosamente rutinas pretéritas cuando tengo la mínima oportunidad.
Repito el paseo alrededor de mi casa, incluso entro en el edificio, atravieso la
cour, y me quedo contemplando desde seis pisos más abajo la chapa abuhardillada que me servía de fachada sur. Siguiendo los consejos de mi hermano, no me atrevo a entrar. No quiero ver el apartamento por dentro pese a que vive un amigo suyo que me dejaría hacerlo. La magia se rompería.
Repito la ceremonia de tomarme el suave y cremoso
millefeuille del
Moulin de la Vierge. Dios sabe (o no) cuántos de estos han caído en los cuatro años y pico que viví en el 43 Bd Garibaldi - a precio de oro, eso sí.
Repito el paseo que hacía con las visitas saliendo de mi casa en dirección a la Torre Eiffel, y dando la vuelta a París en el sentido de las agujas del reloj, invariablemente hechizado por la belleza burguesa, siempre correcta, casi aburrida, de la ciudad. La última vez que lo hice fue en Noviembre, con mi amigo
Guillermo. Saliendo desde casa de mi hermano, hicimos una ruta que finalmente incluyó dos de los habituales paseos: en un día hicimos un tour de París de unos 20 km. Al final creo que terminamos con un principio de tendinitis, por brutos. En su día
reproduje el recorrido (sin incluir todas las vueltas para entrar en placitas, patios, tiendas).
Es curioso como algunos automatismos no desaparecen nunca completamente. Sin ir más lejos, el viernes pasado, volviendo a París de una reunión en Clamart (justo donde yo trabajé en mi última etapa en esa City), al llegar en metro a Montparnasse, en lugar de ir hacia casa de mi hermano, tomé la línea que va a mi antigua casa, no dándome cuenta del error hasta haber salido en la estación de Sèvres-Lecourbe. Ya puestos me di el paseo arriba mencionado, como siempre sin subir las escaleras de mi ex-casa e incluyendo el esponjoso
millefeuille del
Moulin – del que tomé esta imagen.
Puede que esta nostalgia positiva no sea sino un complejo de Peter Pan disfrazado, un miedo a crecer, es decir, a la muerte, empezando manifestarse tempranamente (no tengo ni idea de psicología, pero en sociedades donde la esperanza de vida es superior a los 80, parece un poco ridículo que a los 30 afloren estas cosas). Puede que este sentimiento sea negativo, contraproducente, paralizante; que boquee otros, que me impida sentir lo mismo en Londres. Puede.
Yo por ahora prefiero pensar que París es para mí un
toujours dans le jamais de los que
Paloma, la niña de 13 años de
ese tratado de Estética que es
L’élegance du hérisson, descubre como motivos supremos y suficientes para vivir.
Nota: la primera parte del título de este post no se puede considerar un plagio-préstamo del estupendo libro homónimo de
Vila-Matas, puesto que sigo sosteniendo que esa frase rondaba mi cabeza tiempo antes de la publicación de aquel. En la segunda, evidentemente traduzco a
Muriel Barbery.
Nota: no crean los lectores que he olvidado mi compromiso de continuar el relato de mi viaje a Colombia. Como bien saben, este blog se escribe por impulsos, cuando y donde surge la necesidad: en aeropuertos, buses, trenes (como ahora), en casa o de paseo. Para los más exigentes, e incluso para los provocadores: llegará pronto.