lunes, 21 de junio de 2010

Preguntas inverosímiles: ¿Retrete o urinario?

Es un problema universal. O al menos yo lo entiendo así (si es que un problema que afecta a algo menos de la mitad de la población mundial puede calificarse de esta manera).

Todos nosotros (uso el masculino plural no como forma general del plural, sino porque me refiero aquí al subgrupo de población de ese género) pasamos por ello. A diario. Es un hecho ampliamente constatado que los varones orinamos de pie la inmensa mayoría de las veces. Haciendo un cálculo rápido con unas hipótesis simples (3.000 millones de hombres en el planeta, con una actividad miccional media de dos veces al día, hacen más de dos billones anuales de idas al baño para cambiar el agua al canario), apercibimos la magnitud del asunto. Y sin embargo no existe una solución universal a este problema, asevero. Examinémoslo detenidamente.

Aunque requiere de ciertas nociones de física para su total comprensión, el problema es en realidad bien simple: el hombre muy habitualmente tiene dos opciones cuando se dispone a hacer aguas menores y debe tomar una decisión crucial, elegir entre un retrete clásico o un urinario de pared. ¿Cuál es pues la mejor elección?

Existen múltiples variables a tener en cuenta, tales como:
1) La privacidad. Los retretes suelen tener puertas (puesto que también se usan para hacer número 2) y por tanto posibilitan un aislamiento que permite a los más tímidos evitar contacto visual con los demás compañeros en el alivio de la vejiga y ahorrarse las subsiguientes y siempre odiosas comparaciones. Por añadidura, el relajo muscular y mental que se experimenta al evacuar el dorado líquido que hemos estado conteniendo casi toda la mañana, puede generar ventosidades sobrevenidas; y si bien es cierto que no hay lugar más adecuado que un baño para ventilar el sistema digestivo, a mí me sigue violentando tocar los primeros compases de un pasodoble si hay público delante. Más que nada por si desafino. Un punto para el inodoro clásico.
2) La discreción. El retrete suele tener un fondo de agua que emite ruido cuando es golpeado por un flujo en caída libre, pudiendo, a pesar de la puerta cerrada evocada en el punto anterior, despertar a los vecinos o simplemente revelar información sobre nuestra pauta de descarga. Existe una solución que requiere destreza y atención: apuntar con el chorro a la parte del inodoro por encima del agua. Sin embargo por comodidad, daremos este punto al urinario de pared.
3) La limpieza del lugar. Es básicamente una cuestión de puntería, como nos han dicho siempre nuestras madres y/o parejas. Es cierto que es muy difícil salirse de un urinario de pared; en cambio, dejados llevar por algún pensamiento metafísico, con un simple movimiento de caderas, se puede poner el retrete perdido. Cierto que esto puede achacarse a una falta de concentración, pero en ciertas ocasiones es simple física: es muy sencillo mantener el chorro en equilibrio cuando el flujo está establecido y en régimen laminar; sin embargo al inicio y al final de la operación, la potencia de disparo no es tan sencilla de controlar y el fluido está todavía en régimen turbulento, lo cual no ayuda precisamente a prevenir esas gotas rebeldes que terminan casi invariablemente en los bordes de la taza, en el suelo, en el bote de la escobilla, o incluso en la pared. En estos casos, está claro que el urinario de pared ofrece mejores prestaciones, de manera que otro punto para el señor.
4) La limpieza del usuario. De manera proporcional a la altura del sujeto (o más bien de la sujeta), el líquido elemento adquiere una mayor velocidad en el momento de golpear la superficie de ese fondo de agua al que nos hemos referido antes. Incluso aunque sigamos los consejos del punto 2 y golpeemos en la Roca, la energía potencial del chorro, ya convertida en cinética en el momento del impacto, provoca unas salpicaduras nada desdeñables que tienen la incómoda y cabrona tendencia a saltar hacia arriba, redundando en el efecto número 3 pero además poniendo en peligro la pulcritud y limpieza nuestros pantalones. En un urinario de pared, el impacto en la superficie del mismo se produce a una altura muy próxima al extremo del miembro, con lo cual la energía cinética acumulada por el fluido es mucho menor (es decir, no le ha dado tiempo a acelerar en sentido vertical). El único inconveniente de esta opción es en casos de caudales muy potentes, en los que se debe prestar atención y apuntar en oblicuo para que no terminemos con camisa y corbata llenas de lamparones. En este caso, el urinario también es mejor opción y se lleva un tercer punto.
5) La última gota. Como muy bien asevera la cultura popular, por mucho que hagamos, la última gota caerá dentro del calzoncillo. No obstante, más vale una gota que cien. Y por eso los hombres tenemos un gesto casi innato al terminar de mear: sacudírnosla enérgicamente (ojo con esto, porque otro aforismo de la cultura popular, en este caso valenciana, asevera que espolsar-se-la més de tres voltes és masturbació, y aunque yo soy un ferviente seguidor del padre Onán, no es cuestión de liarse cada vez que uno va al baño). Al margen del peligro de salpicaduras que tiene la operación de sacudida, es seguro que la última gota se queda donde no debe. Y ahí entra en juego un accesorio de inigualable valor, uno de los mayores inventos de la humanidad: el papel higiénico. No sin habilidad adquirida por años de práctica y con un preciso juego de muñeca, se coge un trozo del maravilloso invento y se puede eliminar esa última gota odiosa. Lo cual nos lleva a darle otro punto al retrete original, puesto que al contrario que en los urinarios de pared, en ellos sí se encuentra (generlamente) papel higiénico.

Así pues ¿retrete o urinario?

Estudiando detenidamente todos los factores esto parece, amigos, un problema indisoluble, puesto que no hay opción claramente superior. Básicamente el urinario de pared ha ganado por 3 a 2 en este partido. Pero si lo usamos, no sólo nos arriesgamos a recibir un golpe moral cuando compartamos pausa-pipí con el Rocco Siffredi de la oficina, sino que además, invariablemente terminaremos con la dichosa gota en los calzoncillos.


Nota: Aunque no es costumbre en esta sección dar respuesta a las preguntas que se plantean, en aras del progreso de la humanidad (o una mitad de ella) me atrevo a proponer una solución a este rompecabezas. Para ello he tomado la opción ligeramente superior, la del urinario de pared, y he intentado mejorarla para eliminar sus deficiencias, a saber:
a) para poder peer con tranquilidad deben equiparse los baños de un hilo musical con un nivel de volumen superior al de una clínica de dentista.
b) para evitar las odiosas comparaciones, una doble medida: poner mamparas entre urinarios, como ya hay en algunos baños, y atenuar la luz para dificultar la visión del miembro del prójimo.
c) para eliminar la última gota, propongo instalar rollos de papel higiénico al lado de cada urinario

¿Alguien sabe cómo se solicita una patente?

sábado, 19 de junio de 2010

Mi nuevo juguete

Tengo un nuevo juguete. Desde hace un par de meses poseo una bicicleta. Una Charge Plug modelo 2008 en bastante buen estado, comprada de segunda mano, por menos de la mitad del precio original a alguien que posiblemente la había robado. Aquí va una foto de catálogo de Antonia, la misma que tengo de fondo de pantalla en mi teléfono móvil:

Me decido a escribir este post porque esta semana, por primera vez desde que la tengo (mediados de marzo, justo antes de ir a Colombia), he ido a trabajar todos los días en bicicleta. Pertrechado con mi casco y una cazadora rojo chillón, tardo unos 20 minutos en hacer el recorrido entre la puerta de casa y el garaje de la oficina por un recorrido que evita al máximo calles concurridas.

Es justo lo mismo que tardo en tube, pero con menos calor y apretones, y ahorrándome los ₤1.80 por trayecto (a este paso, cuando la haya usado unos 60 días, estará amortizada). Además, me da el aire, me despierto por la mañana y hago incluso un poco de ejercicio – la cantidad mínima diaria recomendada por Fuster para evitar problemas cardiovasculares y de cualquier otro tipo.

Lo cierto es que al principio estresa un poco circular en bici por Londres, pero uno se acostumbra rápido. Sobre todo porque hay muchísimas bicis que hacen legión y los conductores motorizados están acostumbrados. Realmente hay una cantidad de ciclistas impresionante, algo que nunca había visto antes. Según Transport For London, se hacen 500.000 desplazamientos diarios en velocípedo, lo cual tiene su coste también en número de víctimas (nueve en 2008).

Parece ridículo que en una de las capitales menos planas, con peor tiempo, más extensas y con un excelente servicio de transporte público, la bici tenga tanto éxito. Por supuesto todo a la manera anglosajona: nada de carril bici dedicado ni, por ahora, sistema de bicis en préstamo del ayuntamiento (como por ejemplo en París, otra gran urbe ciclista), sino calzada compartida y reducción de impuestos para las compras de bicis de particulares. Y aun así sigue siendo un éxito. Imagino que los factores desencadenantes son el alto precio del transporte público o la densidad de tráfico en el centro.

Además, este medio de transporte no sólo permite conocer mejor la ciudad que el impersonal y autista metro, sino que sirve también para moverse en fines de semana y por ocio. Véanse por ejemplo aquí abajo unas imágenes de una excursión de domingo por Regent's Canal con Arnaud.


Hay algunos inconvenientes logísticos a todo esto.

La transpiración: aunque mi recorrido mañanero sea de bajada y no vaya excesivamente rápido, generalmente se transpira un poco. Tras varias pruebas y pese a las duchas que hay en la ofi, lo más práctico resulta ser ducharse justo antes de salir, ir a una velocidad moderada y cambiarse (sin ducha) en la oficina. Para ello tengo una taquilla arriba donde dejo un traje y algunas camisas. De momento los compañeros de desk (pupitre) no se han quejado, y eso que estamos realmente próximos unos a otros.

El alcohol: en una sociedad en que el alcohol es prácticamente la única forma de interacción social, no es raro terminar las jornadas de trabajo con una (o varias) pintas en el pub de la esquina. La vuelta a casa con dos litros de ale entre pecho y espalda se hace más cuesta arriba si cabe de lo que orográficamente ya es, no sólo por el peso del dorado líquido en el estómago sino también por el efecto de su componente alcohólica sobre la motricidad general. Tampoco he visto de momento controles de alcoholemia a estas horas, lo cual no es de extrañar, porque la poli también tiene derecho a emborracharse al final de cada jornada laboral, como todo hijo de vecino (inglés). Pero esto es materia para otro post.

El atuendo: procuro rodar en vaqueros y zapatillas de calle (la mayoría de los ciclistas londinenses van en ridículas mayas, chándal o pantalones cortos; y sólo unos pocos con mucha clase y aun mayor vestuario se permiten pedalear en traje de faena con corbata y todo), con lo cual mi look es relativamente decente, pero es cierto que si se tercia una salida a cenar, espectáculo o fiesterita un poco especial, no está uno en sus mejores galas para el acontecimiento. En estos casos es un poco coñazo porque dejo la bici en el curro y salgo en traje, y al día siguiente hago el cambio inverso en la oficina.

Finalmente, poder ir a trabajar en bici es un auténtico lujo para el particular, y también contribuye a aliviar el tráfico motorizado y todas sus externalidades negativas, beneficiando así al conjunto de la comunidad. Los únicos ligeramente perjudicados sean quizás las compañías petroleras y constructores de coches (qué pena), así como los conductores que deben aprender convivir con otros animales en la calzada. Me parece que no sólo es loable, sino también necesario que las autoridades (ya con métodos liberales anglosajones o a la manera colectivo-social europea) potencien el uso del ciclo como medio de transporte de masas núcleos urbanos.

En clave más local, es imperdonable, rayano en el pecado (para que me entiendan en la corporación municipal) que una ciudad como Valencia, con un clima magnífico, un tamaño ideal y una orografía perfecta para implantar este medio de transporte, se haya dedicado a potenciar el tráfico motorizado con la construcción de carísimos aparcamientos subterráneos, y haya despreciado la bicicleta durante las casi dos décadas que dura el reinado de Rita Barberá. Londres, Paris, Barcelona (incluso la improbable NYC) ya se han puesto con esto; Valencia con su complejo de inferioridad crónico llega tarde y seguramente mal. Seguimos esperando.

miércoles, 2 de junio de 2010

Tips: karaoke en el Royal Opera House

Estoy en el avión de Venecia a Valencia, vía Madrid. Tras un mes y medio sin escribir nada en el blog, acabo de escribir la nota anterior sobre mi visita poco más que de cortesía a La Serenísma. Y lo hago encajonado en el 22F del A319 de Iberia, al lado de la ventanilla, con las rodillas casi incrustadas en el asiento de delante y una pareja durmiendo a mi izquierda. Y lo hago con los auriculares puestos, escuchando una magnífica versión de La Traviata por la Callas que regalaron con El País hace unos años.

Probablemente el escándalo de un avión en viernes por la tarde sea uno de los lugares menos indicados para asistir a la emocionante transformación de la socialita, epicúrea y díscola Violetta en apasionada, amantísima y campestre pareja de hecho de Alfredo - como dice Zapatero, hay muchos tipos de familia.

Y todo porque el lunes pasado estuve con mi amiga Mónica en el Royal Opera House viendo por tercera vez esta ópera (las dos anteriores en el Met de NYC). No puedo evitarlo, esta ópera me encanta. Ya no lloro, pero cada vez que la veo se me erizan los pelos con la pasión inconvencional de estos dos pollos. Pero lo más fuerte son las ganas de bajar del gallinero a dar de hostias al padre de Alfredo, por manipulador, metomentodo, conservador, destroza-hogares, inconsciente y egoísta. Sus disculpas del último acto nunca me convencen; ni siquiera compensa tanta mala baba y torpeza su impresionante Di Provenza il mar, il suol del segundo acto.

En esta ocasión además, por £6, (la entrada nos había costado uno £10) fuimos a la sing-along session anterior a la ópera. Yo no tenía ni idea de qué era. Imaginaba un pequeño comentario sobre algunas piezas, explicando detalles artísticos y, eventualmente, ver a los intérpretes ensayando. Pues no. Se trataba de un karaoke lírico. El director del coro de la ROH nos dio las partituras de algunos coros de la obra y nos explicaba, piano en ristre, cómo cantar los pasajes. Y luego, a repetir hasta que salía bien.

Allí la todo el mundo estaba con muchas ganas y casi todos tenían mucho nivel. Yo en cambio no sabía dónde meterme. A mí, que con diez años, en primer curso, me echaron del conservatorio por inútil, que cuando canto en la ducha mi hermano aporrea la puerta para que deje de destrozar la canción, y aquella gente pidiéndome que cante en el ROH… ¿es que no saben lo que les podría haber pasado?

Cuando los coros nos salían decentemente, el director llamó a los intérpretes de la ópera, que se plantaron enfrente de nosotros y, acompañados por el piano, ejecutaron pasajes más amplios en los que nosotros interveníamos con lo practicado justo antes, haciendo las veces de coro del elenco principal. Increíble. Os aseguro que después de algo así se asiste a la ópera de otro humor y con otra actitud.

Como dice un amigo mío, en estas cosas se reconoce a una sociedad avanzada, educada, con un nivel de progreso superior. Nos guste o no, aun tenemos mucho que aprender de los anglosajones. Tomemos lo positivo de ellos y dejemos de construir continentes impresionantes para luego no acertar con el contenido o siquiera asegurar su simple funcionamiento. De esto sabemos un rato en Valencia.