sábado, 29 de mayo de 2010

Venecia: sarna con gusto

Saliendo de Londres el miércoles de la semana pasada, el itinerario que estoy completando en dos semanas, hasta el miércoles próximo, es Londres-Madrid-Barcelona-Valencia-Londres-Venecia-Valencia-Madrid-Londres. Con sólo dos días de parada en lo que se supone es ahora mi casa.

Aunque a mi me encanta moverme, tanto viaje de trabajo es un poco coñazo, la verdad. No consigo pasar tiempo en mi casa, lo cual hace más difícil que sea mi casa, y vuelta a empezar, en un círculo vicioso que habrá que romper en algún momento.

Al menos hay un par de cosas positivas en tanta itinerancia. La primera es que por primera vez desde Navidades habré pasado por mi otra casa, Valencia. La segunda es que el trabajo me ha llevado a la Ciudad Ducal.
En uno de esos regalos que a veces nos hacen las empresas, se ha organizado en Venecia un encuentro de todas las filiales del grupo EDF que trabajan el mercado del gas (algo nuevo para el grupo, que se hace poco y mal, pero que deviene estratégico en este contexto de apertura de mercados y globalización en el que nos hemos - o nos han - metido últimamente).

Magnífico workshop el que han montado nuestros compañeros italianos, reservando un ala entera de la isla-hotel San Clemente para escuchar conferencias y conocer homólogos y allegados en otras partes del grupo. Sólo me ha faltado llevarme el bañador para poder darme un chapuzón con la casi luna llena del jueves.

La Serenísima es, según dicen, una ciudad que enamora a primera vista o que decepciona inmediatamente. Conocí la ciudad en 2003, en un viaje romántico en pleno verano, con excesivo calor e infestada de turistas. Subyugado por su magia, no noté ni malos olores, ni insectos, ni suciedad. Me conquistó para siempre. Quizá también por mi carácter algo marino, por el atractivo no ya de vivir cara al mar, como hacen Marsella o Barcelona, sino literalmente en él, por ser mar.
Sus enrevesadas callejuelas peatonales, donde todo es piedra, sus pequeños y poco prácticos canales que se cruzan en el camino a cada paso, la necesidad del barco para todo (sólo hay tres puentes, Dios nos libre del de Calatrava). Antiguos palacios y mansiones de techos altísimos, con una puerta a la calle y otra al canal colindante, a su propio embarcadero. La relativa paz que se puede encontrar alejándose de la piazza San Marco o en las otras islas. La Historia - nótese la mayúscula - que se respira en todos los rincones, la decadencia tranquila pero orgullosa que transpira. Y tantos otros motivos para que esta ciudad nos encante, nos hechice, valen la pena esos 14 días nómadas que me estoy chupando.

Nota curiosa: en 2003 compré mi primera corbata aquí, en un mercadillo al lado del puente del Rialto. Es morada, me gustó mucho y era muy barata. Recién salido de la escuela, trabajando de ingeniero de verdad, no llevaba traje nunca. No usé esa corbata hasta 2006, ya de vuelta en España, donde el más que clásico (quiero decir rancio) estilo de la Villa y Corte impone la corbata para trabajar cara a un ordenador todo el día.

Pues bien, esta mañana me he dado cuenta de que llevaba puesta esa corbata. Curioso. Cómo cambia uno y sus circunstancias en siete años. Esa corbata es casi lo único de mí que ha vuelto a Venecia esta semana. Ah, y el hechizo también.

Esta visita relámpago ha sido a todas luces insuficiente. Volveremos. Ya tengo curiosidad por saber qué yo y qué circunstancias visitaremos Venecia la próxima vez.